miércoles, 29 de febrero de 2012

El poder del Blanco

¿Recuerdas que una vez hablé de los días cargados de magia?
Hoy es uno de esos días, 29 de febrero, el esquivo día que sólo vemos en el calendario una vez cada cuatro años. Hoy me siento inclinada a pedir un deseo, confiando en que los dioses me lo concederán, porque hoy creo en la Magia con más fuerza que ayer, sólo por lo que el 29 de febrero representa.
Mi deseo lo conocen los dioses, pues saben bien lo que hay en mi corazón. Y en manos de los dioses lo deposito, convencida de que me ayudarán a cumplirlo.
A veces dudo, sí, no soy perfecta. Pero la mayor parte del tiempo creo. Puede que mis palabras te suenen a desesperanza y a rendición a veces, pero no te dejes engañar por  lo que pueda llegar a decir en un momento de tristeza. Mi lado oscuro no ha desaparecido, pero la mayor parte del tiempo soy Luz. Una luz tenue, estos días, pero volveré a ser radiante, y cálida, y poderosa. La Luz que te reconforta, la Luz que buscas, la Luz que te guía, que te emociona, la que te hace fuerte, la que amas.
Sigo aquí, ¿verdad? Dispuesta a hacer el viaje hasta el final.
No he abandonado la Senda del Blanco.

En el capítulo anterior hablábamos de la importancia del entorno, y de cómo lo que nos rodea nos influye de manera negativa, haciéndonos dudar de nuestro valor, de nuestra fuerza, de nuestro poder para llevar a cabo la misión para la que fuimos creados y hacer realidad lo que deseamos. Es muy difícil, cuando estamos rodeados de negatividad, mantenernos firmes en nuestra fe y seguir creyendo en los dioses, en la Magia y en nosotros mismos. Sobre todo, en nosotros mismos.

Las dudas son parte de nuestra naturaleza, la vida es un contínuo aprendizaje, un viaje plagado de obstáculos que vamos superando con mejor o peor fortuna, todo lo que encontramos nos parecen pruebas que debemos superar, los momentos de relax y de felicidad son escasos. Cuando llegan, los vivimos intensamente, sabedores de que no durarán eternamente, tratamos de exprimir esos momentos al máximo, de sacarles todo el jugo, al tiempo que vamos fabricando recuerdos hermosos que nos ayudarán a soportar mejor las épocas de desdicha, de problemas y de insatisfacción personal. A veces, muchas veces, en realidad, los recuerdos de tiempos felices nos sirven para conservar la sonrisa y la ilusión, mientras seguimos haciendo el camino casi arrastrando los pies, luchando contra nuestro lado más oscuro, venciendo una batalla y perdiendo la siguiente, y volviendo a vencer a duras penas. Se trata de no rendirse, de no olvidar nuestros sueños, de seguir luchando, aunque nos cueste.
Pero en ocasiones los recuerdos no son suficiente. A veces, pensar en la felicidad perdida nos entristece más que nos reconforta. Y vivimos esa tristeza con la misma intensidad, porque somos más corazón que cerebro, apasionados en todos los sentidos. Y empieza una nueva batalla, la peor de todas, pues nos encontramos ante dos opciones, sólo dos: aceptar que la felicidad es efímera y dejar de creer en los sueños, o aferrarnos a nuestra fe y buscar el modo de recuperar esa felicidad, aunque parezca una tarea imposible. Dejar de creer y rendirse, o no rendirse jamás y escribir nuestra propia historia, nuestro propio destino, y hacer que la voluntad de los dioses sea la nuestra. 
Rendirse parece tan fácil... sólo hay que dejar morir al corazón y entregarse al vacío que queda cuando se ha perdido toda esperanza. No creer, no soñar, no amar, no sufrir. No sentir nada.
Pues vaya asco de vida, digo!!!
Para eso, mejor... mejor...
Mejor la tristeza, al menos es un sentimiento, una demostración de que no estamos muertos.

Y si no estamos muertos, siempre queda la esperanza.
Y si hay esperanza, hay deseo.
Y si hay deseo, hay futuro.

Yo soy de las tercas que se han propuesto hacer que el destino sea tal como lo he imaginado. Y si los dioses no quieren, habré de convertirme en una diosa, y haré cumplir mi voluntad.
Amo, y creo. Incluso cuando dudo. Sigo amando, y sigo creyendo.
El viaje no ha terminado.
Dentro de un tiempo te alegrarás de que no me haya rendido.

Hoy os dejo un relato muy breve, es el comienzo de un nuevo capítulo esperanzador. Después de cinco días oscuros en Ciudad del Puerto, el ladrón está a punto de encontrar un poco de Luz. Espero que te deje con las ganas de más. Ahora es cuando el Poder del Blanco empieza a actuar...

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© Bea Magaña. (Reservados todos los derechos)

EL SALTO DE CORSO (I)



"Se hizo con un barril lleno del mejor ron de la ciudad, montó en su caballo y se alejó de Ciudad del Puerto con su pipa encendida entre los dientes, dirección este, sin prisas. El día le recibió descansado, y pronto espoleó a su caballo, recuperada la urgencia. Siguió la orilla del Mörtem Mearae, y no frenó al animal hasta que el terreno se volvió escarpado y difícil para la bestia. El camino ascendía hacia el norte, y a su izquierda se iba creando un precipicio que culminaba en lo que los Philias Buster llamaban Salto de Corso. Un poco más adelante, tras cruzar el Ducagua, los últimos árboles del Kron Arborae se lo tragarían. Y después volvería a bajar, rumbo al oeste, hasta llegar a la Playa de la Desolación.
    Fue subiendo lentamente por el camino cuando vio a los Onii Darok sobrevolando el cielo estival, a plena luz del día, como desafiando a los soles, sin duda sembrando el pánico entre las buenas gentes. Se le puso la piel de gallina y buscó en sus bolsillos el Ojo de Amunik, que le reconfortó en cuanto lo tocó. El primer libro había atraído a los Darok. No quería saber qué oscuros poderes contenía el segundo. No lo buscaría. Ni hablar. Nada de eso.
    Llegó a lo alto del precipicio, allí donde el Ducagua surgía procedente del Kron Arborae y caía en una fenomenal cascada hacia el Mörtem Mearae desde una altura vertiginosa. Vosloora se separó de su montura y se asomó al vacío. El Salto de Corso había sido antiguamente un lugar de sacrificio: los Philias Buster arrojaban desde aquella altura a sus enemigos o a aquéllos que hubieran infringido sus leyes. Vosloora pensó que bien podían haberle dado el nombre de Salto de la Muerte. Se estremeció y se apartó del borde del precipicio.
    Y casi saltó al vacío cuando vio aquella aparición a su lado, que le dio el susto de su vida."

jueves, 16 de febrero de 2012

La importancia del entorno

Recuerdo las palabras que Rodan Frais pronunció cuando le dio a Vosloora la escama de Nonurg: te ayudará en tu misión y te protegerá. Qué tipo más majo, quizás pensaste en ese momento, le da un amuleto muy poderoso. Ciertamente, la escama de Darok es un objeto cargado de poder. Pero, créeme, no es algo que te gustaría que te regalaran. O debería decir que te obligaran a aceptar. Recuerda que el ladrón aceptó el regalo porque no le quedó más remedio, ¡a ver quién es el valiente que le lleva la contraria al hombre oscuro! Y, cuando lo aceptó, ah, cuando lo aceptó... ¿cómo te lo diría? 
La batalla del ladrón ha comenzado, y el trofeo a ganar o perder es su alma.

De luchas interiores todos sabemos un poco. Supongo que la dicotomía es una cualidad inherente a todo ser humano, un lastre con el que nacemos, un apéndice interior que no somos capaces de eliminar. Lo que debemos hacer, lo que deseamos hacer; lo que se supone que tenemos que hacer (aunque no nos guste); lo que nos gustaría hacer (aunque no nos dejen). Dudas, siempre las malditas dudas... 
¿Por qué no hay un amuleto contra esas dudas, por qué los dioses no nos protegen de ellas? ¿En qué momento decidimos (conscientemente o no) aceptar la escama del Darok, de la que no nos podemos desprender? Esa maldita escama negra que nos arrastra irremisiblemente hacia la oscuridad y la locura...

O quizás sí existe un antídoto contra esas dudas. Quizás los dioses sí nos ayudan, después de todo.  
Quizás en algún momento de nuestra vida todos hemos tenido la oportunidad de mirar en el interior de Miraphora, la Ventana del Tiempo, el Ojo de Amunik, el Ojo que Todo lo Ve, y hemos visto nuestro destino, y el recuerdo de esta visión se ha grabado a fuego en nuestro corazón, y de ahí sacamos la fuerza que necesitamos para hacerle frente a las dudas que nos alejan de nuestro sueño, de nuestra meta. Quizás el mejor amuleto que podemos conseguir sea nuestra propia fe. Fe en los dioses, fe en el destino, fe en el Cosmos; fe en nosotros mismos, en nuestro propio poder para hacer realidad nuestros deseos, nuestros sueños. Fe a pesar de los obstáculos, de los problemas, de las dudas de los que amamos, fe a pesar del tiempo, de la distancia, del silencio, de las lágrimas. 
Fe en el Poder del Blanco.

Seguiremos hablando de esto, si quieres, pero déjame mostrarte primero la importancia del entorno, y cómo un amuleto (o todo lo contrario) se vuelve más poderoso  (en este caso peligroso) dependiendo de cuánta negatividad te rodea cuando lo llevas contigo.

Y después mira a tu alrededor y dime si no es normal que, en determinadas situaciones, en determinados momentos, no encuentres la ilusión que te hacía sentir vivo, y pienses que tal vez tus sentimientos hayan cambiado, que ya no quieres lo que tan feliz te hacía y por lo que ibas a luchar contra viento y marea;  que tirar la toalla te parezca la opción más correcta.
Aunque tu corazón te diga que sigas luchando, que ames, que vivas, que no abandones.
Sucede que no lo escuchas, porque en determinadas situaciones, en determinados momentos, la escama del Darok grita más fuerte que el recuerdo de lo que viste en el interior del Ojo de Amunik.

Recuerda, te lo suplico, recuerda... y lucha. 

Yo tengo fe en ti.

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© Bea Magaña. (Reservados todos los derechos)

Entre ladrones de los mares (II)

"Una semana de viaje le condujo, bordeando las Quebradas del Este, a la aldea vacía y muerta. No encontró a nadie en la única calle, ni en el interior de las casas, donde vio signos de violencia y de robo que le hicieron pensar que los Philias Buster habían llegado demasiado lejos en su barbarie, si ya no se conformaban con asaltar a los viajeros que cometían la imprudencia de cruzar sus tierras sino que se alejaban de sus ciudades para atacar a los que se mantenían apartados de ellos.
    Dejó atrás la aldea sin haber visto la pila de cuerpos calcinados. Los Onii Darok habían empezado a actuar.
    Llegó al amanecer del día siguiente al molino abandonado. Su caballo tenía espuma blanca en el hocico. Si continuaba a ese ritmo, el animal reventaría. Se preparó para pasar el día. Pensó que se había dado mucha prisa, a pesar de que no tenía ninguna. Se dijo que se lo tomaría con calma a partir de ese momento.
    Partió antes del ocaso.
    Encontró los restos de una caravana dos noches después. Mujeres, hombres y niños habían sido asesinados sin piedad a los pies de sus carros, los animales que tiraban de ellos habían desaparecido. No quiso detenerse.
   Al amanecer, el recuerdo de aquellos pobres viajeros le obligó a aflojar la marcha. Tenía una sensación extraña en el estómago, cierto malestar, y sin embargo prefería continuar durmiendo bajo el cielo, si así evitaba tener que encontrarse con los asesinos que tal vez no le respetarían a pesar de su edad y de sus credenciales. Se sintió incómodo consigo mismo, no recordaba haber tenido miedo de nadie antes. Se dijo que muchas cosas estaban cambiando. Su viejo cuerpo le pedía el retiro. Después de cuarenta años robando para otros, podía permitírselo. Cuando regresara a Maindûr con el libro, no volvería a trabajar, ni dormiría en otro sitio que no fuera una cama. Al atardecer volvió a espolear a su caballo. Cuanto antes finalizara su tarea, antes podría descansar.
   Media milla antes de llegar a la entrada de la ciudad le salieron al paso cinco hombres, sucios y armados con espadas curvas, sus pies descalzos, las cabezas cubiertas con pañuelos de colores oscuros. Le ordenaron desmontar. Le amenazaron con matarle si no les entregaba cuanto llevara en los bolsillos, además del caballo. Les mostró sus credenciales y les vio dudar durante varios minutos. Por fin, uno de ellos esbozó una sonrisa desprovista de humor y señaló el camino, le dijo que podía continuar. Últimamente, muchos Samurii Männar habían pasado por allí, familias enteras con carros y todas sus pertenencias en ellos; los piratas de tierra estaban haciendo su agosto. Aquellos que pagaban, seguían su camino ignorando que en la Playa de Buccane les aguardaba una muerte segura; los que oponían resistencia, eran asesinados. Vosloora fue perdonado porque los salteadores respetaban el Código de Honor de los ladrones, aunque lo hicieran más por costumbre que por honor, del cual carecían. Vosloora se alejó al galope de aquella escoria.
    Fue recibido de malos modos y casi a punta de cuchillo por dos bribones que se decían los dueños de la única posada del lugar. Se llamaba La Venta y algo más, el cartel de la entrada estaba tan sucio que resultaba imposible leer el resto; era un sitio apestoso y vetusto, de suelos húmedos y vigas de madera enmohecida e hinchada donde lo único que se podía comer era un pescado a la brasa demasiado salado y por lo demás insípido. Al menos el ron era de buena calidad. Se presentó ante aquellos bribones, les mostró sus credenciales y puso sobre el mostrador una docena de piezas de oro que convirtieron sus feos rostros en máscaras grotescas cuando sonrieron enseñando varios dientes de oro junto a otros ennegrecidos. Había sido aceptado. Los ladrones se respetaban entre sí, hasta el peor pirata del mundo sabía esta regla. Y el oro siempre era bien recibido.
    La Venta había sido levantada muy cerca de la orilla del Mörtem Mearae, y el olor salobre que entraba por la ventana de su habitación empezó a darle náuseas a las pocas horas de estar allí. Las sábanas de la cama eran viejas y no demasiado limpias. No había otros visitantes en la posada. Comió solo y salió a pasear, aunque no había gran cosa que ver. Le daba vueltas en la cabeza a su última decisión y no dejaba de aferrar con una mano el Ojo de Amunik, que guardaba en uno de los bolsillos de su capa. No buscaría el libro, eso era lo que había decidido antes de encontrarse con los salteadores de caminos; no lo buscaría, se desentendería, se lavaría las manos en ese asunto.
    Los Philias Buster eran gentes hostiles y propensas a las peleas. Eran numerosos, y abarrotaban las tabernas ruidosas y lóbregas. Vosloora tuvo la impresión de que existían más tabernas que casas en aquella aldea que llamaban de forma equivocada Ciudad del Puerto. Existía un pequeño embarcadero del que salían a veces varias barcas de remos que se utilizaban para la pesca. Al oeste de Ciudad del Puerto se hallaba la Playa de Buccane, que Vosloora no era tan estúpido como para visitar; a ella llegaban los piratas más temidos y voraces en sus barcas antiguas a pelearse como en los viejos tiempos, espada en mano y practicando el abordaje. En la Playa de Buccane vivían los Philias Buster de peor calaña. Posiblemente respetaran a un ladrón, pero Vosloora no tenía deseos de comprobar si las costumbres de aquellas gentes habían cambiado. Prefería bordear el Mörtem Mearae por el norte, aunque ese rodeo le llevara más tiempo y le supusiera tener que adentrarse en los confines del Kron Arborae. Con suerte, no encontraría trasgos.
    En las tabernas, los Philias Buster jugaban a los dados y a los naipes, se hacían apuestas, y el oro corría de mano en mano entre risas estrepitosas y ruido de voces que proferían juramentos. Vosloora se preguntaba para qué querrían el oro aquellas gentes que nunca abandonaban su hogar; pescaban su comida, elaboraban su ron y vestían día tras día las mismas ropas raídas. No recibían visitas de forasteros, pues les atacaban a la entrada de la ciudad y les despedían, o les mataban. Vosloora recordaba que hacía tiempo Ciudad del Puerto había sido un lugar frecuentado por ladrones y aventureros, que se jugaban la vida a una partida de naipes, que sobrevivían si los dados les eran propicios. Los tiempos cambiaban, los Philias Buster se habían vuelto más crueles, peleaban entre sí porque no tenían a nadie más contra quien descargar su rabia, bebían hasta perder el sentido y sólo sabían hablar del pasado, de los buenos tiempos, de cuando el Mar aún bañaba las costas. Ninguno de ellos había visto el Mar, obviamente. Sólo aquel Mörtem Mearae de aguas emponzoñadas y negras que les iba consumiendo lentamente y les volvía locos.
    Vosloora bebió ron hasta que no pudo más, apostó su escama negra a los dados y ganó cada tirada, soportó miradas hostiles y las ignoró, se fue a dormir sin haber hecho un solo amigo. El olor que traía el aire le daba dolor de cabeza, se acostó sintiéndose mareado después de haber atrancado la puerta y no pegó ojo, temeroso de que aquellos bribones entraran mientras él dormía y le robaran el Ojo de Cristal.
    Los hombres de Ciudad del Puerto vivían en su mundo del pasado, practicando el pillaje y disfrutando de lo que ellos llamaban los placeres de las islas, aunque en la actualidad sonara ridículo; tenían siempre un ojo puesto en las aguas del Mörtem Mearae, porque todos ellos esperaban avistar algún barco en lontananza, el barco que les sacaría de aquel lugar de ocio y les devolvería a la acción. Vosloora no trató de abrirles los ojos. Esos hombres estaban locos, y su locura les volvía peligrosos.
    Vestían bermudas de color negro y camisetas a rayas horizontales, la mayoría iban descalzos y muchos se tocaban con bandanas de colores. Todos ellos llevaban aros de oro en uno de sus lóbulos, porque rememoraban los rituales de un pasado que ya no volvería, aunque ellos se negaran a admitirlo, y confiaban en ser enterrados dignamente a su muerte. Portaban sables y dagas, y presumían de sus cicatrices, que se habían hecho unos a otros a pesar de que contaran que las llevaban desde algún día glorioso en el que habían luchado a brazo partido contra soldados de algún reino olvidado que navegaban por un mar que consideraban suyo.
    Vosloora no quiso permanecer mucho tiempo entre ellos, temeroso de que se le contagiara la demencia de aquellos seres.
    Sin embargo, se resistía a marchar. La cama no era la más cómoda que había probado, pero sería la última hasta que llegara a Räel Polita. Y el ron era excelente. Dejó pasar los días inactivo. Comía, bebía, jugaba y nunca perdía. Los dados salvaron su vida, cuando un Philias Buster decidió que se había cansado de verle ganar cada partida. Los dados decidieron también su camino, cuando los piratas se cansaron de verle en su ciudad.
    Un pirata vestido con una casaca raída y tocado con un sombrero de tres picos del que sobresalía una pluma tan antigua como el tiempo le retó a jugar. Vosloora, que nada tenía que perder, aceptó. Si el capitán, pues eso decía ser, ganaba, el ladrón iría a la Playa de Buccane a la mañana siguiente, y allí se enfrentaría a sus hombres en una pelea como las de antes; si por el contrario era el ladrón quien ganaba, se le permitiría abandonar Ciudad del Puerto con vida, y con el bolsillo lleno, por el este. Ebrio y contagiado de la locura de aquellas gentes, Vosloora tiró los dados.
    Partiría hacia el este al amanecer.
    El capitán de ojos enrojecidos y sonrisa fiera le palmeó la espalda y le ofreció un trago, satisfecho su deseo de enfrentarse a él, y llamó a una mujer para que pasara esa última noche con el ladrón, quien rehusó su ofrecimiento alegando que ya no tenía edad para esas cosas. Las risas de los Philias Buster le taladraron la cabeza y provocaron a su orgullo, pero no cedió. Las mujeres de Ciudad del Puerto eran tan rudas como sus hombres, y Vosloora no habría compartido su cama con ninguna de ellas, pues valoraba su vida, y cualquier mujer de piratas era mil veces más peligrosa que todas las Drin Mazome juntas.
   Si había pensado alguna vez que las mujeres salvajes del Mar de Hierba eran una raza caduca, tuvo que admitir que estaba equivocado. Los Philias Buster eran una raza fuera de tiempo, sus vidas no tenían ningún sentido en un mundo que ya no tenía mares por los cuales navegar.
    Durante los cinco días que permaneció en Ciudad del Puerto, reponiendo fuerzas para proseguir su viaje, su inquietud creció hasta convertirse en una fiebre. La urgencia le quemaba, y sentía la presencia de Rodan Frais en todo momento susurrándole un imperativo al oído. Busca el libro, era el mandato. Y en el fondo de su corazón deseaba buscar y encontrar ese libro... aunque en algunos momentos pensaba que lo destruiría si llegaba a caer en sus manos. Pero estos momentos eran los menos."

miércoles, 8 de febrero de 2012

La peor de las batallas

La peor batalla que libraremos jamás es también la única que no podremos eludir; la única que nadie puede librar por nosotros; la que ocurrirá, queramos o no, en algún momento de nuestra vida.
La peor batalla es aquélla en la que deberemos luchar contra nosotros mismos.

¿Nos rendiremos ante el poder de la escama de Darok, o abrazaremos el Poder del Blanco?

Si no sabes de qué hablo, lee el capítulo que te dejo hoy, y los que le seguirán a partir de ahora, durante unas semanas (si la Musa no cambia de opinión, claro, tú pásate por aquí de vez en cuando, por si acaso); la batalla del ladrón ha comenzado, y el precio es su alma. 
De mi propia batalla te hablaré en otro momento, hoy necesito un poco de eso que llaman "el descanso del guerrero".

Por si sientes curiosidad: he salido vencedora.

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© Bea Magaña (Reservados todos los derechos)

Entre ladrones de los mares (I)

"Tres días después de la aparición de los Dragones Negros, descansado aunque no recuperado del horror que había presenciado, Bruno Vosloora se hallaba de pie en el centro de su dormitorio despidiéndose de todas sus pertenencias y de sus riquezas.
    Se había vestido de negro, pantalón, camisa y botas de suela fina, y una capa oscura, su indumentaria de ladrón. Armado con una faca y un puñado de dardos tratados con un veneno no letal en la punta, estaba preparado para emprender su viaje de regreso a Räel Polita. Llevaba una bolsa de piel con joyas y monedas de oro que raras veces utilizaba, porque los ladrones pocas veces pagaban por aquello que deseaban. En un bolsillo oculto de la camisa guardó la bola de cristal que había obtenido en la Torre de Mahor.
   Cerró su casa, se preguntó cuánto tiempo tardarían los ladrones en saquearla durante su ausencia, y se dijo que no le importaba, ya que no pensaba volver. Montó en su caballo y desapareció en la noche sin despedirse de nadie. Así era como los ladrones hacían las cosas, en silencio y amparados por la oscuridad. No avisó al Mago Oscuro de su partida, y no dudó de que Frais estaba al corriente, pues conocía todo cuanto sucedía en su ciudad.
    Dirección norte al galope, hasta que llegó a la ciudad más cercana, Mercadûr, donde buscó alojamiento para pasar un día completo. A Vosloora le gustaba la comodidad, y podía permitirse pagar por una habitación, sábanas limpias y una copiosa comida. Ya llegaría el momento en que tendría que dormir al raso, pues no encontraría posadas una vez que hubiera dejado atrás la última ciudad habitada de Samura Dalnu. Pretendía tomarse con calma aquel viaje, que podía durar dos meses; menos, si evitaba detenerse a menudo, y dependía también del camino que eligiera. Tenía una misión que cumplir, y presumía que era urgente; no obstante, no se sentía muy dispuesto a llevarla a cabo. No pensaba llegar a Minroq Dalnu antes del mes de agosto.
    Encontró habitación en la mejor posada de Mercadûr, cenó cuanto quiso y bebió con moderación, y pasó la noche solo, pensando más que durmiendo.
   ¿Qué podía desear un hombre como él?, se había preguntado durante los tres últimos días, tumbado en su cama, en la cama de alguna mujer o sentado junto al mostrador de una sucia taberna, regalándose con un solomillo y una buena cerveza hecha en la ciudad, los ojos fijos en los soldados de Frais que llenaban cada rincón. Tenía cuanto deseaba. Sin necesidad de que un lunático con poderes oscuros se dedicara a destruir el mundo y a conquistar después lo que quedara de él. ¿Poder? ¿Para qué quería poder, si su vida era robar? No porque fuera un hombre codicioso, sino porque había nacido ladrón, y robar era lo único que sabía hacer.
    Durmió todo el día, y desapareció en la noche. Cabalgó veloz como el viento y se detuvo al llegar a Dûrmater. Cenó en una taberna y bebió durante un largo rato antes de irse a acostar.
    ¿Mujeres?, se preguntaba, recordando la promesa de Frais. Ya no era un hombre atractivo, pero aún podía tener a la mujer que deseara, pues era rico. Sin necesidad de que Frais cambiara las cosas y lo volviera todo del revés.
    Cabalgó de noche, y se hospedó en cada una de las ciudades que encontraba a su paso, pues no estaba muy seguro de querer llevar a cabo su misión. Pasaron dos semanas y el encargo de Frais le quemaba en las entrañas. Debería haberse negado. ¿Habría podido hacerlo? La respuesta era tan obvia que le dio miedo volver a formularse la pregunta.
    Se imaginaba a los Dragones Negros moviéndose con total libertad a lo largo y ancho de Samura Dalnu, quién sabía si cruzando las fronteras y llegando a los demás países de Thèramon. Imaginaba la devastación que causarían con su fétido aliento de fuego y su sed de sangre. Se imaginó la guerra, la odió, se odió a sí mismo. Trató de consolarse diciéndose que cualquier otro habría encontrado ese maldito libro, si él no lo hubiera hecho. No mejoró su humor. Ningún ladrón era lo suficientemente bueno para colarse en los vigilados Archivos y localizar alguna de las salas restringidas. Debería haberlo destruido.
    ¿Inmortalidad? Era un hombre viejo, no deseaba ser un viejo inmortal. La oferta del Mago Oscuro era engañosa. Podía convencer con sus palabras, pero Vosloora había visto su expresión, y había sentido mucho miedo. Un tipo como Frais no conocía la palabra amistad. Aliados o no, mataría a todos los hombres que en algún momento se atrevieran a opinar, a llevarle la contraria, a desobedecerle.
    Y lo que vendría después... Vosloora no podía imaginar qué podía ser peor que los Onii Darok, pero había algo, algo que aguardaba a ser despertado. Frais había dicho que su Señor regresaría. Él, que era tan poderoso, servía a otro. Vosloora temblaba, y no acertaba a imaginar el alcance del poder de ese otro, que aparecería cuando el Mago Oscuro tuviera en sus manos el Libro que el ladrón debía robar.
   Cada mañana se acostaba después de haber decidido que no cumpliría la orden de Frais. Cada noche montaba en su caballo y volaba como el viento, pues debía cumplir su misión enseguida.
    Dûranta era la última ciudad en su camino. Los territorios civilizados acababan a partir de ahí. Hacia el norte le esperaban las Quebradas del Este, y más allá la hostilidad del Kron Arborae, en el que no deseaba internarse. Hacia el oeste, los dominios de los Philias Buster, gentes de las que uno no debía fiarse, descendientes de antiguos ladrones de los mares, o eso decían, malos anfitriones, jugadores, atracadores, asesinos. Pero respetarían el Código de Honor de los ladrones, y en su ciudad encontraría cama y comida, que Vosloora agradecería después de muchos días de viaje durmiendo al raso. Ya no tenía edad para realizar largos tramos a caballo, y tampoco para dormir a la intemperie; pero debería detenerse a menudo, y había más de una semana de viaje a buen ritmo desde Dûranta hasta la próxima aldea, que era pequeña y estaba casi vacía. Dormiría en un granero si tenía suerte, continuaría su camino si no querían acogerle, y tres días más tarde vería el molino abandonado, y sabría que había entrado en territorio dominado por los piratas de tierra.
    Miraba por la ventana de aquella habitación, esperaba la llegada del ocaso. Había pagado por pasar un día entero, como pagaban los viajeros decentes, pero sus ropas le delataban, y en las miradas de los parroquianos veía recelo. También veía miedo, pero no lo provocaba su presencia. Comentarios en voz baja llegaban hasta sus oídos, le hacían recordar la imagen del Darok entrando por el ventanal de la Torre de Mahor, sentía la urgencia de nuevo. Espantó de un manotazo a un viejo cuervo medio desplumado que parecía mirarle desde el alféizar y volvió al interior del cuarto. Sobre una mesa, junto a un puñado de monedas, estaba la escama negra que el nigromante le había arrancado al dragón llamado Nonurg. La miró con el ceño fruncido, no recordaba haberla guardado entre sus cosas cuando se preparaba para abandonar Maindûr. Se encogió de hombros y la guardó junto con las monedas en la bolsita de piel.
   Dejó atrás Dûranta raudo como el viento, cabalgó toda la noche como enfebrecido, y se detuvo poco después del amanecer porque su caballo no podía dar un paso más. Preocupado por su montura, pareció que se le pasaba la fiebre y se preparó un campamento improvisado. Encendió un fuego, comió y bebió, miró el cielo que iba clareando y se encontró jugueteando con la extraña bola de cristal. Era hermosa. Parecía viva. Tuvo la impresión de que algo latía en su interior. Era una tontería, pero sostenerla entre las manos le producía una agradable sensación de sosiego. Sus sentimientos y sus pensamientos se aclaraban cuando la miraba durante un largo rato, y Vosloora comprendía lo que debía hacer.
    Frais había dicho que el Ojo de Cristal no funcionaba, que no vería nada en su interior. Lo había llamado el Ojo que Todo lo Ve. Pues a Vosloora le ayudaba a ver más claro.
    Le gustaba su vida, igual que le gustaba el mundo tal como lo conocía. No porque su corazón fuera puro y sus ideales de paz y de belleza le convirtieran en un Guerrero Blanco. Vosloora era un hombre cómodo, acostumbrado a la buena vida y a la aventura, siempre que no peligrase su integridad física. No deseaba que las cosas cambiaran. Frais estaba loco, mucho más que eso. Sin hablarle claro, le había dicho lo que necesitaba saber. Y una parte de él se había acobardado, y otra se había rebelado.
    Encontraría ese libro, Lliure a'Nimm draait, y lo destruiría.
    Un cuervo graznó en algún lugar cerca de él, y le sacó de sus ensueños. Anochecía. Era hora de ponerse en marcha. Y de nuevo sintió que era imprescindible que se diera prisa."

viernes, 3 de febrero de 2012

Respuestas y sueños

Como ya sabréis, si os habéis detenido un momento a mirar el mapa de Thèramon, el mundo por el que nos movemos es muy amplio; y por lo poco que habéis podido comprobar relato a relato, está poblado por infinidad de criaturas fantásticas, maravillosas y aterradoras.

Habéis conocido a las Darunii Madasn, las tres brujas negras de las arenas; a las Drin Mazome, las guerreras solitarias que viven en el vasto Mar de Hierba; a los Onii Darok, los temibles Dragones Negros; habéis oído hablar de los Ma Daraii y de los Lil Xaii, dos de las tres razas de Ilohiim, los Elegidos, que se esconden de los ojos del mundo dentro de sus Ciudades Ocultas; habéis oído hablar de los Elfos Oscuros, de los Philias Buster, de los ladrones que moran en las ciudades de Samura Dalnu; de los korceler y de las karendin; de los caballeros de Mersha; de los hombres pájaro. Y habéis conocido a algunos de los dioses, y a su enemigo, al que a menudo suelo llamar la Sombra, así como a su servidor, el N'Ögard. Pero hay muchos, muchos más pueblos con los que aún no os habéis topado, porque mi tiempo es escaso y el espacio de un blog es limitado, y no puedo hablaros de todos a la vez. Espero poder ir haciéndolo con el tiempo, poco a poco, relato a relato, pues veo interés en vuestros comentarios, y mi mayor deseo es complaceros, compañeros de viaje.

Debo decir que no he visitado todos los rincones de Thèramon, aunque he visto lo suficiente como para dibujar un mapa, que seguramente cambiará a medida que recorra nuevas tierras. Pero he visitado muchos lugares, y he conocido muchos pueblos, y he visto con mis propios ojos a muchas criaturas increíbles y maravillosas.

Existe un árbol en Thèramon que es muy especial. Yo lo he visto ya dos veces, un sauce solitario que se alza en medio de un jardín de hierba fresca, cerca de un río de aguas cristalinas, un lugar en el que me encanta sentarme a descansar. Las dos veces que lo he visto, me han bastado para comprender qué representa, y quién es la criatura que mora junto a sus ramas.

Pero no ha sido hasta esta semana que he comprendido su origen, y lo increíblemente importante que es lo que representa.

Sufro de insomnio. Paso muchas noches seguidas sin dormir, porque no he aprendido a relajar este cerebro hiperactivo que tengo. Cuando intento dejar la mente en blanco, siempre acabo haciendo aparecer un bolígrafo de la nada y llenando el blanco de letras. Suelen preguntarme ¿cómo aguantas sin dormir?, ¿y cómo consigues no tener ojeras si es verdad que no duermes? Yo contesto que aguanto de pie porque mi cerebro se activa cuando el sueño me puede, y así no me caigo redonda en el trabajo, y que sí que tengo ojeras, sólo que las gafas las disimulan. Además de que me alimento básicamente de cosas dulces que me dan la energía que mi cuerpo necesita para no caer extenuado.

Pero a veces, la falta de sueño pasa factura, y llega un momento en el que no puedo más, pierdo la concentración, me vuelvo hipersensible, no puedo con mi alma... y me vence el desánimo. Porque necesito dormir. Y entonces desaparezco unos días, llego del trabajo y me meto en la cama, no escribo, no leo, no me comunico, intento que mi cerebro pare un poco, que deje de llenarse de información. Y a veces duermo. Un par de horas, pero seguidas, y me sirve.

Así estoy esta semana. Llevo muchos días triste y callada, tanto que algunos amigos han empezado a preguntarse si no habré decidido rendirme, si no estaré planteándome desaparecer por un tiempo, si no será que necesito hacer una pausa para ordenar mis ideas y replantearme mi futuro, y reencontrar la fe. Lo cierto es que la fe no la he perdido, las ideas las tengo muy claras, rendirme no está en mi diccionario y no voy a desaparecer en silencio en la oscuridad. Los sueños no se cumplen si no luchas por ellos, al máximo, hasta el final. Y yo voy a ver cumplidos todos mis sueños.

Pero estoy cansada. Y eso me debilita, y me hace sentir apagada, sin ilusión, con muchas dudas. Me dura un rato, vale, luego vuelve el dragón blanco y con él la serenidad, y dejo de dudar y de temer. Voy a darme una semana de descanso, intentaré dormir, luego todo volverá a la normalidad. Y seguiré escribiendo algo nuevo.

¿Por qué os he soltado este rollo, si lo que quería deciros es que por fin he visto el momento en el que el sauce apareció en Thèramon? Porque mi cerebro va más rápido que yo, supongo. Estaba pensando que tuve un sueño esta semana, una visión hermosa y triste de ese sauce y de lo que representa, y mis dedos se han movido por el teclado antes de que tuviera tiempo de ordenar mis ideas. Pero así es como escribo, sin pensar, y dicen que escribo bien, y por eso no voy a borrar el último párrafo. Mi tristeza y mis debilidades son parte de mí tanto como mi entusiasmo y mi capacidad para escribir historias que emocionan a algunos. No me avergüenzo de ser como soy. De esta dualidad nació Thèramon, y es de Thèramon de lo que se habla en este blog.

En ese sueño vi el sexto relato del Origen de Thèramon. Una historia al margen de las demás, pero importante, porque explica lo que ocurrió antes, y el porqué de que ocurrieran las cosas que pasarían después. Y una historia hermosa, o así me lo parece, por su prosa, por su musicalidad. Si la Musa quiere, y mi cura de sueño funciona, espero poder mostraros pronto ese nuevo relato. Eso era lo que quería deciros cuando comencé a escribir esta entrada, pero como siempre me he alargado demasiado, mi incapacidad para resumir, ya sabéis.

Hoy os dejo el último capítulo del viaje de Dayna, el último por ahora, ya que el ladrón también merece sus quince minutos de gloria, y es su viaje lo que leeréis en las próximas semanas, pues su destino y el de la Mazome van unidos... ay, no puedo decir más. En el capítulo de hoy veréis ese sauce del que os he estado hablando. Y os invito a tumbaros junto a su tronco, sobre la hierba fresca, y a probar la fruta del Jardín de Aliria, realmente reconforta y renueva el cuerpo y el espíritu. Descansad, es momento de hacerlo, antes de continuar el viaje. Hay mucho por descubrir todavía.

Espero que disfrutéis este relato. Si es así, por favor, comentadlo, opinad. A veces también necesito saber que Thèramon os sigue inspirando.

Feliz fin de semana. No dejéis de amar y de creer. Los dioses siempre escuchan, y nos hablan, a mí me han dado una respuesta por medio de una visión en un sueño. Amo y creo, con tanta intensidad como siempre. Y no me rindo, porque los dioses están conmigo.

© Bea Magaña. (Reservados todos los derechos)

Junto a la orilla del río (II)

"El curso del río la llevó a un claro cubierto de hierba y de flores que hacía pensar que el desierto había quedado definitivamente atrás. Junto al agua se alzaba un viejo sauce solitario. En el claro no había nadie. Dayna pensó que era un pequeño paraíso, acaso la morada terrenal de los propios dioses. Si de verdad el desierto se estaba moviendo, no había llegado hasta allí. Ni llegaría jamás, era imposible. La belleza de aquel lugar, después de dos meses de viajar por un territorio árido y muerto, la sobrecogió. Mientras la yegua bebía del agua clara y ella se estiraba para aliviar el entumecimiento y el dolor de sus músculos, escuchó el gorjeo de varios pájaros, y al mirar en todas direcciones buscándolos creyó ver al amado de los dioses al otro lado del río. Pero debió de ser un espejismo, porque cuando parpadeó el unicornio había desaparecido.
    Descubrió que se sentía más cansada de lo que había creído, y se recostó contra el tronco del sauce y cerró los ojos, embriagada por el dulce aroma de flores que no sabía nombrar y arrullada por el rumor del agua y los trinos de aquellos pájaros a los que no podía ver.
    Dormitaba y la embargaba una sensación de sosiego y de felicidad que no podía comprender. Escuchaba risas a su alrededor y sonreía en aquella especie de sueño. Un olor nuevo se unió al de las flores, y se despertó su apetito. Abrió los ojos y aún era de día. Sin embargo, se sentía tan descansada como si hubiera dormido veinticuatro horas seguidas. A su lado, dentro de un cesto de mimbre de varios colores, frutas que no había visto nunca. Como no sabía lo que eran, no se atrevió a comérselas, aunque su estómago protestaba, ¡y tenían un aspecto tan delicioso! Pero antes no habían estado ahí. Se incorporó y buscó a quienquiera que fuese el que había depositado el cesto en ese lugar, buscó durante muchos minutos, pero no había nadie.
    No estuvo segura de si estaba viendo o no un espejismo hasta que aquella criatura habló.
    —Sé bienvenida, forastera. Veo que has descansado, mas no has comido. Las he traído para ti, ¿acaso desconfías?
    La figura diminuta señaló el cesto lleno de frutas. Sonreía con amabilidad, o eso le pareció a Dayna, pero no podía estar segura porque aquel ser, fuera lo que fuese, era tan pequeño como un insecto. Miró el cesto y de nuevo a la criatura. 
    —¿Quién eres? —preguntó—. O... ¿qué eres? ¿Eres real? Jamás había visto nada como tú.
    La criatura rió, y su risa era como campanillas de cristal.
   Tenía forma humana, pero era tan pequeña como una mariposa. Y sin embargo tenía tanta voz como la propia Dayna. Aquella mujercita estaba desnuda, y su piel era tostada y casi iridiscente; tenía una larga y espesa cabellera de color negro azulado, y un par de alas violetas le nacían en la espalda. Estaba suspendida en el aire a pocos metros de la cara de la guerrera. Dayna tenía que bizquear para verla.
    —Soy una ninfa de las aguas —respondió la criatura—. Nos llaman Gudamin.
    Se acercó, revoloteando como una mariposa, y se posó en una de las rodillas de Dayna. Ésta bajó la cabeza para mirar a la Gudamin.
    —¿Qué lugar es éste? —preguntó. No cabía en sí de asombro.
   —Lo llamo el Jardín de Aliria —respondió la ninfa. Era una mujer diminuta pero hermosa, y Dayna pensó que era tan pequeña porque nadie podría resistir su belleza si tuviera el tamaño de un dizseiim—. Yo soy Aliria. Y estoy encantada de tenerte aquí. Parece que has hecho un largo viaje. Come, y sentirás que no has recorrido cientos de leguas. Nada como la fruta del Jardín de Aliria para reponer las fuerzas. Es posible que también consigan borrar de tu rostro esa expresión de desamparo que veo en él.
    —¿Cómo has podido acarrear la fruta? Cualquier pieza es más grande que tú.
    La ninfa se rió y a la guerrera se le alegró el corazón.
    —No siempre tengo este tamaño —explicó la Gudamin—. Te lo mostraré.
    Batió sus alas, sonaron campanillas de nuevo, la ninfa revoloteó alrededor de la mujer y cuando volvió a posarse en su rodilla era tan grande como un ruiseñor.
   —Puedo crecer tanto como quiera —rió Aliria—, pero me siento más cómoda con mi tamaño más pequeño; así puedo pasar desapercibida si llegan hasta el Jardín de Aliria criaturas a las que no deseo ver o mostrarme.
    —¡Es asombroso! —exclamó la Mazome—. Eres una Maga.
    —No —la corrigió Aliria—, soy una Gudamin. Y tal vez pueda ayudarte. Vienes de un lugar verde en el sur, y te envía alguien muy querido por todos los dioses. Parece que buscas algo. Quizás a alguien.
    Dayna asintió, y trató de ordenar sus ideas, pensando en cómo empezar a contarle su historia.
   —Era muy pequeño —continuó hablando la ninfa, antes de que Dayna hubiera tenido tiempo de decirle nada—. Fue recogido, al norte de aquí. Vive, y ya no es pequeño. No se parece mucho a ti.
    —¿Sabes a quién estoy buscando?
    —Buscas a May-tê-addi, como todos aquéllos que creen en el Poder del Blanco. Pero primero has de encontrar a aquél del que te separaste.
    Dayna sacudió la cabeza, aturdida.
    —¿Cómo puedes saber algo de mí?
    Aliria rió de nuevo.
    —Te vi una vez, hace tiempo —dijo—. Tu aspecto era diferente. Eras más joven. También vi al niño, vi el lugar en el que lo dejaste. No comprendí por qué lo hiciste. Pero May-tê-addi me lo explicó. El niño había sido elegido, y no debías conservarlo. Me lo llevé conmigo, y más tarde se lo entregué a aquéllos que lo criaron hasta que se hizo un hombre.
    —¿Sabes dónde se encuentra? —los ojos de Dayna brillaban de lágrimas de emoción.
    Aliria agitó sus alas.
    —Hace mucho tiempo que no lo he visto.
    Dayna bajó la cabeza.
    —Debo encontrarle —susurró.
    —No puedo decirte dónde se encuentra, pero puedo indicarte cómo llegar al lugar en el que se crió. Cabalga hacia el norte, hasta que veas un puente de madera que posiblemente recuerdes, cruza el río por ese puente y dirígete hacia el oeste. Medio día de camino te llevará hasta los Nomade que acampan durante el estío al pie de Boreade Saaru, ellos te hablarán de tu hijo. Yo no puedo decirte más.
    Dayna asentía sin darse cuenta.
    —Come antes de partir. Aún tardarás en llegar hasta ellos —aconsejó Aliria.
    La mujer cogió una pieza de fruta y la mordió. Era sabrosa, refrescante y dulce. Esbozó una sonrisa de complacencia y la terminó. Descubrió que no podía parar de comer. La Gudamin la observó en silencio hasta que vació el cesto.
   —En el Jardín de Aliria descansarás antes de continuar tu viaje —cantó después, y revoloteó alrededor de la Mazome llenando el aire con aquel grato sonido de campanillas.
    —Debo ponerme en marcha —dijo Dayna.
    —Sí —cantó Aliria sin pena.
    —Me gustaría quedarme más tiempo contigo.
   —Las ninfas somos hospitalarias, mas preferimos la soledad. Si te retengo aquí no podré recibir a ningún otro viajero. Debes dejarme sola. Ya has pasado dos días aquí, y estás lista para partir de nuevo. Tienes una misión que cumplir, mujer guerrera, May-tê-addi cuenta contigo.
    —¿He pasado dos días aquí? —se sorprendió Dayna. Habría jurado que los soles no se habían movido.
    —Has dormido mucho tiempo —asintió Aliria—. ¿No te sientes descansada?
    Dayna asintió. Se sentía increíblemente renovada.
    —Me gustaría volver a verte.
    La Gudamin flotó delante de la cara de la mujer.
   —Volverás a verme, yo y mis hermanas estamos en todas partes. Y tú has comido la fruta del Jardín de Aliria. Cualquier ninfa te reconocerá y será hospitalaria contigo a partir de este momento.
   —Es un consuelo saberlo —suspiró Dayna—. Sólo los dioses saben hasta dónde deberé llegar en mi búsqueda.
   —Tengo una última cosa que decirte —cantó Aliria; había recuperado su tamaño inicial—. Verde y plata, eso es lo que me dijo May-tê-addi. Espero que te sea útil. Parte en paz, guerrera, y encuentra al descendiente de Sheim.
    Las alitas de la Gudamin rozaron la mejilla de Dayna, y su contacto fue como el de unos labios muy suaves dando un dulce beso de despedida. La Mazome se puso en pie y montó en su yegua.
    —Gracias por todo, Aliria —se despidió con el corazón alegre.
    Pero en el claro ya no había nadie más que ella."



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Por Susana © Registrado por Bea Magaña

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