martes, 29 de mayo de 2012

La orquesta sigue tocando


Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana en algún lado.
Nada nuevo puede nacer si algo viejo no muere antes.
Si sigues mirando hacia atrás, nunca verás lo que te aguarda delante.
La vida sigue, dice la gente, cuando intenta consolar a quien ha sufrido una pérdida. La orquesta sigue tocando, el show debe continuar, como cantaba el gran Freddie Mercury. Hay que aceptar, hay que pasar página, hay que cerrar la puerta y mirar hacia el futuro.

La gente habla creyendo que así ayuda, pero la gente no sabe nada: sólo uno es capaz de conocer la intensidad del dolor, porque es uno quien lo lleva dentro. La gente dice que la vida sigue, que llorar es bueno, que el tiempo lo cura todo. Pero nadie tiene una explicación para lo ocurrido, nadie propone una solución, nadie señala a un culpable. Y uno carga con su parte de culpa, y no responde a los comentarios inútiles, y no explica cómo se siente en realidad, porque sabe que nadie podrá comprenderle.

Ánimo, amiga; que todo se supera. Que la vida sigue. Has perdido lo que más amabas, pero la orquesta continúa tocando. Se te ha roto el corazón, pero sigues viva. Y mientras hay vida, hay esperanza. Estás sola. Debes aceptarlo. Puede que no te guste la música, pero con el tiempo tendrás que bailar.
Pero la aceptación no pone el motor en marcha.
Y cuando el vacío que sientes es tan grande que no puedes expresarlo con palabras, cuando no puedes escribir porque se te ha roto el corazón, cuando no te salen historias porque no te queda nada hermoso que transmitir... permites que la Sombra se apodere de ti, y pierdes las ganas de vivir, y pierdes la fe en todo, en el amor, en los dioses, en ti mismo.
Y una recibe apoyo moral y afecto a raudales, pero nadie parece tener un buen consejo, o una fórmula mágica que la ayude a levantar cabeza. Y una tiene que levantarse sola, encontrar por sí misma un motivo para desear dar el primer paso.
Cuesta...
Lleva su tiempo.
Pero un día, por fin, una deja de arrastrarse y hace un esfuerzo y se pone en pie, al principio se tambalea, luego da un paso... el primer paso siempre es el más difícil, pero después una camina por inercia. Al principio sin sentir, como una autómata, pero es un comienzo.
La orquesta sigue tocando. Y un día comprendes que el baile es un acto mecánico.
Con el tiempo, un robot puede volverse humano.

Hoy voy a hacer algo que no he hecho antes. Voy a compartir un relato que no tiene que ver con Thèramon, y lo voy a copiar entero; aviso ahora: es largo. Pero después de casi un mes sin tener nada mío que leer, quizás alguno de vosotros se anime a leerlo hasta el final. Es algo que escribí después de que mi padre muriese, justo antes de que me sobreviniera el Bloqueo y no fuera capaz de escribir ni una simple postal de Navidad durante años. Así me sentí ante la pérdida sufrida, y así es como me he sentido en los últimos tiempos. No encuentro otro modo de expresarlo, y al mismo tiempo es un agradecimiento a los amigos que han estado a mi lado en los peores momentos, y una disculpa por haberles fallado, por haber dejado que la Oscuridad se apoderase de mi alma, por haberme centrado tanto en mi dolor y haberles, en cierto modo, abandonado. No podía hablar de ello, tampoco podía escribir. Pido perdón por haber sido idiota. He permitido que la tristeza durase demasiado tiempo. No me he olvidado de mis amigos, me he olvidado de mí misma. He olvidado mis sueños. He olvidado que amo y creo, a pesar de todas las cosas malas y tristes.

Pero algo ha conseguido que el motor se ponga en marcha. Y hoy ya no quiero seguir mirando al pasado. Lo que tenga que ser, será. El Cosmos dirá. Y mientras llega el momento de ver mis sueños cumplidos, seguiré escribiendo, porque vuelvo a creer en mí misma. Y con amor voy a seguir haciendo el viaje, acompañada o sola, hasta llegar a mi destino.


©Bea Magaña (Reservados todos los derechos)

"El mundo se encontraba a oscuras. Su cabeza reposaba sobre una almohada que debería haberse hallado en el suelo. Se sentía descansado, y también entumecido, como si hubiera permanecido mucho tiempo inmóvil en la misma postura. Se sentó con cierto esfuerzo y vio que la persiana estaba bajada. Giró la cabeza y vio la puerta cerrada. Más cerca, junto a la cama, una silla vacía le hacía compañía. Frunció el ceño sin darse cuenta. Intentó comprender aquel enigma, no tuvo éxito. Una especie de niebla dentro de su cabeza le impedía pensar. Volvió a tenderse de espaldas, cerró los ojos, probó a dormirse de nuevo. El sueño no vino. Tenía la sensación de que ya había hecho aquello antes, varias veces. No le importó que fuera cierto.
Cuando la necesidad de ir al lavabo se volvió acuciante, se levantó.
Las primeras horas de su despertar se habían perdido en las brumas de una memoria aquejada de amnesia temporal. El muchacho desorientado se deslizaba como en un sueño por el escenario vacío del mundo, transformado en un autómata que se movía por inercia. Lagunas en su memoria, sensación de irrealidad, acciones rutinarias de las que no tenía conciencia: se duchó, se vistió, comió; no habló, no tenía nada que decir. Su madre habló poco, nerviosa o temerosa, Alex no la escuchaba del todo, tampoco respondió a su abrazo, no quería consuelo, no pensó que ella pudiera necesitarlo. No pensaba, en realidad, no sentía nada.
Las horas pasaron en silencio.
El silencio se le antojaba obligado, la conmoción metamorfoseada en desidia le impedía romperlo. Su madre le miraba con los labios apretados y el corazón encogido, profundas ojeras en su rostro demacrado que no conmovieron el corazón inerte del hijo que pocos días atrás la había acusado de traición y que de pronto no le dirigía la palabra. A ratos sonaba el teléfono. En esos momentos, a Alex se le hacía un nudo en el estómago y se le secaba la garganta. Algunas personas querían hablar con él, pero él negaba con la cabeza y no se ponía. No sentía deseos ni necesidad de romper el silencio. Albert no llamó. El alivio y la culpa se confundían, ambos sentimientos iban en dos direcciones distintas.
Las horas pasaron en blanco.
Recuerdos fragmentados, deambular constante, visitas al despacho vacío, fotografías volcadas, incapacidad para derramar una lágrima. El violín había enmudecido, también la flauta, el órgano electrónico sólo sabía interpretar una melodía fúnebre y desacompasada. Su madre sentada en el sofá, junto al teléfono silencioso, expresión ausente y una taza de tila que se enfriaba entre sus manos temblorosas. Los libros hablaban en un idioma extranjero, jugar al ordenador era una blasfemia; la calle era una selva inexplorada y amenazadora espiada con anhelo y temor supersticioso desde la ventana cerrada del segundo piso.
El timbre del teléfono cercenando el silencio, estridente y ofensivo como la risa en un velatorio. Curiosidad insatisfecha, esperanza incumplida. Lágrimas en los ojos de su madre, que hablaba en susurros sin advertir la presencia fantasmal de Alex junto a la puerta del comedor. Frases escuchadas a medias y al principio no comprendidas, retazos de información almacenada con esfuerzo y apenas procesada. Su madre intentando hacerle hablar, tarea inútil además de complicada; Alex recogía información y permanecía mudo, perdido en el interior de su cabeza, indolente, hermético, igual que un autómata.
Al atardecer el teléfono enmudeció. La esperanza se hizo añicos, el horror cobró forma después de una cena temprana y frugal; finalizada la jornada laboral, le llegaba el turno a las visitas de compromiso. Rostros consternados, rostros serenos, rostros compasivos desfilando ante sus ojos, aire de luto y tragedia, pañuelo a punto y susurros cómplices, apretones de manos y carreras escaleras arriba para huir de las frases de condolencia y de ánimo. Descubrir lo que se ocultaba detrás de la cortina negra del olvido consciente, comprender que la negación era inútil, reconocer que lo había sabido desde el momento en que abrió los ojos, sentir resquebrajarse el corazón.
Roberto Belmonte estaba muerto. No había sido una pesadilla, había ocurrido de verdad. Alex se había quedado sin padre.
Y la culpa, acompañando a este pensamiento egoísta, la culpa que pesaba como una losa en su corazón atormentado.
El estómago no pudo retener la comida, las tazas de tila se duplicaron sobre la mesita baja del comedor. Los brazos amorosos de la madre desconsolada no podían consolar al muchacho que no hablaba de lo que le afligía. La aparición de las primeras estrellas no tuvo un efecto sedante. Miedo a cerrar los ojos, terror a ver en la oscuridad de una nueva pesadilla lo que se ocultaba detrás de la tupida cortina negra.
Y la certeza de que no habría nadie velando su sueño esta vez, saber que no habría unos brazos reconfortantes que le sujetaran, impidiéndole volverse a mirar el rostro cargado de reproche de su padre muerto.
—No ha sido culpa tuya, hijo.
Alex hizo una mueca. Estaba sentado sobre la cama, rodillas flexionadas y ojos cerrados, abrazándose a sí mismo, luchando contra el impulso de llorar. Estaba solo. El hombre se había marchado el día anterior, Alex sabía que la voz que oía no era real; sin embargo, le reconfortaba, igual que su presencia le había reconfortado en el sueño. No quería que se marchara, por eso no abrió los ojos. Se limitó a hacer una mueca que tuvo poco de desdén y mucho de tristeza.
—Tal vez quiera cargar usted con la culpa por mí —susurró.
La voz sonó afectuosa, amable y cálida, dando la impresión de que su dueño estaba sonriendo.
—Si eso hace que te sientas mejor.
Alex guardó silencio. En realidad, no hacía que se sintiera mejor. Abrió los ojos y miró al hombre, dispuesto a decírselo, pero el hombre ya no se encontraba allí.
—Me he quedado solo —se dijo el muchacho, y volvió a cerrar los ojos, esta vez con fuerza, como si quisiera impedir que se le escaparan las lágrimas que no era capaz de fabricar.
Una luna pálida apareció entre la intrincada red de estrellas que tapizaban la ventana cerrada del dormitorio, y Alex continuaba despierto, por momentos extraviado en el inmenso vacío que le rodeaba. Infinidad de rostros desfilaban ante sus ojos, horas después de que la última visita se hubiera marchado. Rostros llorosos, rostros preocupados, rostros compasivos, estos últimos eran los que más le atormentaban. ¿Qué sabían los dueños de esos rostros lo que Alex sentía, lo que necesitaba? No su compasión, desde luego. No sus palabras huecas y manoseadas.
La gente habla creyendo que así ayuda, pero la gente no sabe nada: sólo uno es capaz de conocer la intensidad del dolor, porque es uno quien lo lleva dentro. La gente dice que la vida sigue, que llorar es bueno, que el tiempo lo cura todo. Pero nadie tiene una explicación para lo ocurrido, nadie propone una solución, nadie señala a un culpable. Y uno carga con su parte de culpa, y no responde a los comentarios inútiles, y no explica cómo se siente en realidad, porque sabe que nadie podrá comprenderle.
Su padre había muerto, y Alex tendría que haber sabido que iba a ocurrir, porque su padre se lo había dicho. No me voy a morir mientras estés fuera, le había prometido, o acaso había sido una advertencia. Daba lo mismo, Alex la había desoído, se había marchado, le había abandonado. Su decisión había empujado a su padre a tomar su propia decisión. No había sido accidental.
Y Alex se había quedado sin padre.
No podía llorar. Su padre estaba muerto, y Alex podía aceptarlo, como se acaba por aceptar siempre aquello que es inevitable. Puede que no hoy, quizás tampoco mañana, pero acabaría aceptándolo. Sin embargo, no había lágrimas. La culpa era más fuerte que la pena, los remordimientos no dejaban lugar para el luto. Y la culpa era de dos clases. Aceptar lo que significaba la muerte de su padre era una tarea más complicada. No se permitía llorar. Las lágrimas no le devolverían lo que había perdido, como no podían lograrlo las palabras.
—¿No puedes dormir?
Su madre en el umbral, una silueta delgada de voz amable y cargada de llanto, además de preocupada; la luz procedente del pasillo no permitía ver claramente su rostro, y Alex pensó que era mejor así. Alzó la cabeza, la miró, hizo un gesto de negación. Su madre entró en el dormitorio y se acercó a la cama.
—¿Quieres hablar?
Alex volvió a negar con la cabeza. No había hablado con ella en todo el día, como tampoco había hablado con sus dos mejores y únicos amigos, que habían llamado por teléfono al salir del instituto. No se sentía preparado para abrirle su corazón a nadie, un corazón que por momentos sentía inerte. Tampoco deseaba oir de labios de su madre las mismas frases vacías que había escuchado esa tarde, repetidas hasta la náusea por decenas de personas que no le conocían y que le habían mirado con lástima, creyendo que comprendían por lo que Alex estaba pasando.
—¿Quieres que me quede un rato? —intentó Helena, aunque presentía que la respuesta volvería a ser una negativa silenciosa.
Alex no la miró esta vez. No le gustaba verla llorar, y no sentía deseos de unir sus lágrimas a las de ella. Negó de nuevo con la cabeza y cerró los ojos. Oyó a su madre suspirar. Después notó el contacto de su mano cálida en la mejilla.
—De acuerdo —se despidió, resignada—. Hablaremos en otro momento, cuando tú quieras. Intenta dormir un poco, cariño. Descansar te hará bien. No hay prisa. Nuestro mejor aliado es el tiempo.
Alex sintió la necesidad de gritar al oir esas palabras que había empezado a odiar en boca de su madre. Que la vida sigue. Que el tiempo lo cura todo. Que la banda sigue tocando. Su pesar se acentuó. Consiguió controlar el grito de frustración que le estaba naciendo en la boca del estómago y se negó a seguir escuchando. No necesitaba palabras vacías, sino una solución. Su madre, al parecer, no podía dásela.
—Te quiero, Alex —las últimas palabras de la mujer le llegaron con cierto retraso. Cuando abrió los ojos y levantó la cabeza, ella ya no se encontraba a su lado.
Vio marchar a su madre sin mover un músculo, no abrió la boca para desearle buenas noches, no le dijo que la quería, no le dijo lo que pensaba. Su madre había aceptado demasiado pronto, eso le parecía. ¿Y era posible que se encontrara tan perdida como él, tan desvalida, tan atada de pies y manos? Demasiado joven para ser viuda, demasiado madre para pensar en casarse de nuevo, ¿por eso sus lágrimas a todas horas? Convertida en una fuente humana, llorando por los dos, incapaz de proponer una alternativa, quién sabía si conservaba alguna esperanza. Alex no tenía ninguna.
¿Qué será de mí?
El sueño tardó en llegar y no le proporcionó descanso. Sumándose a la antigua pesadilla, una multitud de rostros anónimos le acosaba, decenas de voces repitiéndole las mismas frases ajadas e inútiles que no le servían de consuelo ni de ayuda. Ánimo, muchacho; que todo se supera. Que la vida sigue. Tu padre ha muerto, pero la orquesta continúa tocando. Han pasado cinco días, Albert se ha marchado, el nuevo curso ha comenzado. Estás solo. Debes aceptarlo. Puede que no te guste la música, pero con el tiempo tendrás que bailar. La única música que Alex oía era una melodía fúnebre que surgía del interior del despacho de su padre muerto. Roberto Belmonte se mofaba, ¿bailar? ¿bailarás sobre mi tumba?, le reprochaba, ¿tan pronto me has olvidado? Su padre no podía descansar en paz, necesitaba que Alex reconociera su culpa. Y Alex la reconocía, aunque no tuviera el valor de hacerlo en voz alta, porque sólo podía confesarse ante su padre, y su padre se había marchado para siempre.
Padre muerto, padre perdido, todo es lo mismo.
Estoy solo.
Su padre había muerto, y el sábado amaneció para todo el mundo menos para Alex, quien continuaba viviendo por inercia en un eterno viernes de vacío y de sinsentido. La culpa no se había extinguido, el dolor era demasiado profundo para compartirlo, las frases sobadas de los demás le rebotaban en los oídos y no le llegaban al cerebro. Su madre lloraba a ratos y no sabía qué decirle, los ojos inexpresivos y secos de Alex la asustaban. El tiempo se sucedía a intervalos, momentos en blanco que duraban minutos e incluso horas. Visitas a las que no deseaba ver, el timbre del teléfono le aterraba, nunca era Albert. Empezó a contar las tazas de tila que bebía su madre; demasiadas, sin que ello le hiciera reaccionar.
Uno puede aceptar la muerte, del mismo modo que puede aceptar la culpa. Ánimo, muchacho; que todo se supera. Que la vida sigue. Tu padre ha muerto, pero la orquesta continúa tocando. Han pasado cinco días, Albert se ha marchado, el nuevo curso ha comenzado. Estás solo. Debes aceptarlo. Puede que no te guste la música, pero con el tiempo tendrás que bailar.
De pie junto a la puerta abierta del despacho vacío, recordaba a su padre sentado ante el tablero de ajedrez, fumando en pipa y sonriendo con paciencia, amor en su mirada, sabiduría en su expresión. Le había amado. ¿Quién le había arrebatado aquello? ¿Dios, el Destino, el hombre? Alex no creía en ningún dios, ya no creía en el destino, y en cuanto al hombre... ¿por qué culparle, acaso había disparado contra su padre? No había sido el hombre el que llenó el vaso de whisky una y otra vez, en todo caso, aunque su padre le hubiera utilizado como excusa para beber en exceso. ¿Debía Alex considerarse libre de culpa, bajo el mismo argumento?
—Me abandonaste —le recordó el fantasma de su padre—. Me sustituiste por él.
—No lo hice —susurró Alex, compungido. Era cierto. Casi lo había hecho... Casi, solamente.
Y su padre ya no estaba sentado en su butaca preferida, frente al tablero de ajedrez. El fantasma que le increpaba con reproche ocupaba el sillón giratorio, el mismo desde el que una vez le había ordenado que saliera del despacho y llamara a la puerta antes de volver a entrar. Su padre, el amable y atento, el mago que hacía figuras de humo con su pipa y le contaba historias fantásticas, había desaparecido. Muerto del todo, si bien su némesis aún resistía, hundido en su sillón de orejas y sosteniendo un vaso de oro líquido con una mano que no sabía de caricias y que más parecía una garra.
Alex abandonó el despacho a la carrera y se encerró en su habitación, temblando como una hoja y con el corazón desbocado por el miedo.
—Yo le dejé morir —le confesó al hombre que no se encontraba a su lado. Al igual que la noche anterior, Alex hablaba con su fantasía sin atreverse a abrir los ojos, por temor a que se desvaneciera en el aire como el sueño que era—. Elegí marcharme, a pesar de saber que estaba enfermo y que me necesitaba. Le abandoné. Es como si le hubiera matado yo.
Era un alivio decirlo en voz alta, aunque nadie real pudiera oir su confesión. Al mismo tiempo, era horrible oírse a sí mismo abriéndole su corazón a alguien, aunque ese alguien no se encontrara allí en realidad.
—Elegir es un derecho, hijo. Respetar las decisiones de los demás es un deber —la voz hablaba con la misma calma que el Albert de carne y hueso, y su tono reconfortaba a Alex. En parte—. Belmonte debería haber respetado tu decisión, eso es lo que hace uno cuando ama a alguien, comprender, y respetar. Cuán egoísta ha de ser un hombre para no permitir que su hijo se marche una semana. Un hogar no es una prisión, y cuando los lazos se convierten en cadenas no es correcto decir que se trata de amor. Existió egoísmo, mas no por tu parte. Te achacas una culpa que no te corresponde.
—Pero no era una semana, no era solamente un viaje, y ambos lo sabíamos. Intentas hacer que él parezca el malo, porque no te gustaba, pero era mi padre, ¿lo entiendes? Él era mi padre. No había elección posible, y aun así... —a Alex se le hizo un nudo en la garganta, y se obligó a guardar silencio. No quería recordar al tirano que ocupaba el sillón de orejas; era al anciano afectuoso que esperaba frente al tablero de ajedrez al que defendía. Como la voz no dijo nada, tomó aire y siguió hablando—. Lo olvidé. Por perseguir un sueño que de todos modos no iba a cumplirse, olvidé mi lealtad y mis obligaciones. Olvidé que él era mi padre. Él, y no otro. Y el lo comprendió. Mi decisión le empujó a tomar la suya. Decidió que yo no volvería, que no tenía sentido esperarme.
Alex suspiró. Le costaba un gran esfuerzo contener las lágrimas, si bien sabía que éstas no saldrían aunque él se lo permitiera.
—Cuando descubrí que te quería —dijo en voz baja—, le condené a morir. Merezco la culpa, así como el castigo. Y tengo ambos.
—No le mató tu amor, hijo, sino su odio —dijo la voz con sensatez.
Alex sacudió la cabeza.
—Mi amor y su odio fueron la misma cosa. Ambos tenían la misma raíz. Y ahora debo odiarte, para que mi padre no pueda volver a reprocharme que le abandoné. Si no siento afecto por su enemigo, mi padre podrá descansar en paz.
—¿Y tú, tendrás paz?
Alex no respondió. El hombre inspiró lentamente y exhaló luego el aire en un suspiro que podía ser de cansancio o de tristeza.
—El odio no es la solución, hijo —había ahora amargura en esa voz que Alex oía con la imaginación—. Sé que el azar ha obrado en mi contra, sé que siempre relacionarás la muerte de tu padre con la visita que me hiciste, sé que me culpas de lo ocurrido tanto como te culpas a ti mismo. Pero obligarte a odiarme no aliviará el dolor que sientes, ni te devolverá lo que has perdido.
—No has entendido nada —dijo Alex en voz baja, sin abrir los ojos pero mirando al hombre—. No siento dolor, sino vacío. Todo estaba perdido antes de que mi padre muriese. No te he llamado para que me consueles, estás aquí porque compartes mi culpa, como ya sabes. El azar no tuvo nada que ver.
—Entiendo —dijo la voz, y en su imaginación Alex vio al hombre asentir con seriedad—. Si tu decisión es odiarme, lo respeto.
La voz no dijo nada más, y Alex tardó casi un minuto en comprender el significado de sus palabras. Sintió una gran frustración. El amor dolía tanto como el odio, porque ya nada importaba. Su padre había muerto, y Alex había perdido a su padre.
Abrió los ojos y se enfrentó a la imagen que su dolor había conjurado.
—¿Por qué tuviste que aparecer? —le acusó—. Todo lo que ha sucedido es culpa tuya. ¿Por qué no permaneciste en el pasado olvidado de mis padres? No habría conocido el odio, tampoco el amor, ni el dolor por la pérdida, ni la culpa. Ojalá nunca te hubiera conocido.
El hombre no respondió. Había desaparecido. Alex sintió un acceso de rabia, que la pena no pudo mitigar.
—¡No te he perdonado! —le gritó al hombre que no había estado ahí.
Imaginó que, en algún lugar, su padre sonreía.
Su padre, con el rostro del tirano, hundido en el sillón de orejas.
No sintió alivio ante esa idea.
Me he quedado solo.
El sábado dio paso al domingo, el dolor de Alex se hizo más profundo, su pesadumbre más clara. El teléfono sonaba, también el timbre de la puerta. Sólo una persona no llamaba, sólo una no venía. Alex empezó a pensar que se volvería loco si todo el mundo seguía tratando de consolarle por una pérdida que sólo él era capaz de comprender. Se refugió en el silencio de nuevo, se negó a escuchar. Ya le había quedado claro que nadie parecía tener un buen consejo, o una fórmula mágica que le ayudara a levantar cabeza. Tendría que levantarse solo, encontrar por sí mismo un motivo para desear dar el primer paso.
Éste es el despacho de un hombre muerto.
Haciendo acopio de valor, Alex entró en el despacho de su padre y pasó revista a las fotografías de las estanterías, ignorando al fantasma de Belmonte, el señor Hyde en batín y zapatillas de andar por casa que había suplantado a su verdadero padre. Algunas de ellas estaban volcadas. Las enderezó, lamentando la ausencia del padre al que había adorado. Le echaba de menos. Le necesitaba a su lado. Pero Roberto ya no volvería. Y Alex no era capaz de llorar por él. Se culpaba por haberle dejado solo, y la culpa le hacía daño. El fantasma de Belmonte le exigía sin palabras que reconociera esa culpa, y Alex le odió por ello. Enseguida se reprochó por pensar en él con rencor. Quería recordarle como había sido en el pasado, pero el anciano desaliñado y déspota no se lo permitía.
—¿Por qué has existido? —le preguntó, con los ojos llenos de lágrimas de rabia.
Y, sin necesidad de que el anciano respondiera, Alex supo la razón. Había salido al exterior porque Roberto se lo había permitido. Belmonte y su padre eran la misma cosa. Su padre se había rendido.
—No me rendí, hijo. Me obligaste a hacerlo cuando me abandonaste.
Alex cerró los puños y apretó las mandíbulas para no abalanzarse a golpear e insultar al sillón vacío. Las lágrimas se negaban a caer de sus ojos anegados.
—Es mentira —dijo, con la voz temblorosa—. Te habías rendido mucho antes. Permitiste que te odiara. Me hiciste daño. Me empujaste a los brazos de Albert, y después te dejaste morir. Te rendiste, y ahora no hay futuro, ¿estás satisfecho? No hay futuro para ninguno de nosotros.
Abandonó el despacho y cerró la puerta tras de sí, dejando la mitad de las fotografías volcadas. Aquél era el mausoleo de un hombre muerto. No tenía sentido echarle de menos, su padre ya no existía. Era huérfano.
¿Qué voy a hacer ahora?
Habló un poco. Respondía con monosílabos a las voces del teléfono. Para su madre sólo había encogimiento de hombros y mirada perdida. Pero cuando llegó la noche, las oscuras ojeras de su madre empezaron a llamar su atención.
Nos hemos quedado solos.
—¿Cómo se encuentra tu madre?
La imagen de Albert había vuelto a acudir a la cabecera de su cama. Alex la había invocado, porque no podía dormir. Prefería enfrentarse al recuerdo de ese hombre que al fantasma de Belmonte, prefería su compañía ficticia a la soledad y al vacío. Pero si esperaba consuelo o consejo, su fantasía le decepcionó.
—¿Por qué no llama por teléfono y se lo pregunta a ella directamente?
El Albert que su imaginación había conjurado le miraba con expresión seria.
—Te lo estoy preguntando a ti, Alex.
Le pareció muy significativo que su propia fantasía le llamara por su nombre, y no con aquel apelativo que tanto le enfurecía y que sin embargo se desesperaba por escuchar. Le miró durante unos segundos y después giró la cabeza, avergonzado.
—Prefiero que se marche —susurró—. No sé por qué le he llamado.
Pero lo sabía, aunque se negara a reconocerlo. Y sin embargo no importaba, al menos a Albert no parecía importarle, porque desapareció antes de que Alex hubiera terminado la frase, sin despedirse siquiera.
Exactamente igual que el Albert de carne y hueso.
Alex se tumbó de espaldas y se cubrió los ojos con un brazo, decidido a no llorar.
¿Qué pueden saber los demás acerca del dolor? ¿Cómo puede nadie intentar consolar a quien ha sufrido una pérdida? ¿Cómo podía saber nadie lo que Alex sentía dentro de su corazón destrozado, si Alex no lo compartía? Ya era domingo por la noche, y Albert no había llamado para condolerse, no había dado la cara, no se había dignado a dar una explicación o a proponer una solución, había desaparecido en silencio, igual que su padre. No había padre para Alex. Ni pasado, ni futuro; padre muerto, padre perdido, todo era lo mismo, todo daba lo mismo.
Alex ya no sentía nada. Ni remordimiento, ni rabia, ni odio, todo eso había quedado atrás, dentro de un féretro que no llegó a ver más que en sus pesadillas. No sentía dolor, ni pena, ni deseo, Albert se los había llevado consigo, a falta de un trofeo mejor. No sentía miedo. No sentía ilusión. Nada. Si acaso, vacío, que es la ausencia de todo sentimiento. La aceptación lleva a la madurez, y la madurez es una esfinge de piedra. Los autómatas no aman, no odian, sólo se mueven por inercia. El tiempo les proporciona la capacidad de pensamiento, pero la tecnología capaz de obrar tal milagro se encuentra latente en el futuro, y el futuro queda muy lejos."


lunes, 7 de mayo de 2012

Mirando al pasado


Os lo voy a confesar: me gustaba la idea de empezar un relato nuevo, pretendía llevaros hasta el País de las Nieves y presentaros a los Lil Xaii, hablar a través de esa historia sobre pérdida y despedidas, sobre dolor y derrota; hablaros también de esperanza y de nuevos encuentros, de amistad y de fortaleza. Escribo lo que me sale del corazón, ya os lo he dicho otras veces; y lo que siente mi corazón en estos momentos es precisamente lo que acabo de enumerar, lo siento si la imagen que os sugieren esas ideas es de tristeza. Así es como me siento ahora.

Pero pedí vuestra opinión, y la mayoría votó por el primer relato, el de los príncipes de Räel Polita, los hijos del rey Cornell, a quien ya conocéis de oídas. Y en parte porque la mayoría eligió el camino, en parte porque soy partidaria del orden (en este caso cronológico) y creo que será más fácil entender la historia del cazador si os cuento lo que pasó antes de que estallara la guerra, he decidido hablar a través de los relatos de lealtad, de promesas cumplidas, de confianza, de valor y de fe. Porque aunque todas esas cosas se han resquebrajado a mi alrededor en los últimos tiempos, no han desaparecido del todo, y jamás por mi parte, y también es eso lo que siente mi corazón en estos momentos.

Pero no voy a empezar por el capítulo en el que los dos hermanos entran en el Laberinto Subterráneo. Así que no os extrañéis si el comienzo de esta historia no es “Aquello daba bastante miedo”, como os mostré hace dos entradas. He decidido irme un poco más hacia atrás en el tiempo, mostraros a los dos niños y la ciudad en la que viven, y algunas de las Leyes de esa ciudad, para que podáis entender por qué deciden adentrarse en el Laberinto que recorre el subsuelo de la Ciudad de los Reyes, y de paso los vayáis conociendo. Se llaman Silenia y Eugene, por cierto.

Miremos al pasado un momento.
Os cuento: Silenia ha accedido a los Prados de las Fuentes Cristalinas, un lugar secreto y mágico al que sólo uno puede entrar. ¿Os acordáis de la primera laudana?: “pa Nùn komme kham sil”; bien, pues ése es el lugar que se encuentra tras la puerta siete veces sellada. Allí, la niña ha visto al unicornio, May-tê-addi, el amado de los dioses, y ha hablado con Ariiama, la Dama de la Fuente, una Saloma Nayden, una Sirena (aunque la habéis conocido en Wad Ras como una addimantol, hija de Traytum y amada de Eshor; pero eso fue antes de que llegara a Thèramon bajo otra Apariencia; y esto es un spoiler, que lo sepáis). Ariiama le ha hablado de su destino, de la necesidad de proteger al unicornio, le ha regalado una joya muy especial (más spoiler: efectivamente, le ha regalado a Miussaura, o Lummenii-a-Llaut, camuflada bajo la Apariencia de un broche, horquilla o hebilla de plata y coral), y le ha dicho que debe ir a Mitrali Güae, el Estanque de Plata, y allí hablar con los Dragones Cisne, o Dragones Plateados.
El problema es que Silenia vive en Räel Polita, la Ciudad de Plata o Ciudad de los Reyes, que se llama así porque en realidad son cinco ciudades en una, con cinco castillos y cuatro reyes que la gobiernan, y Räel Polita es la ciudad más segura y mejor protegida de Thèramon. Naturalmente, pues en algún lugar de la ciudad mora el unicornio, o eso dicen las leyendas, y eso saben los que saben más que el resto de los mortales (hablo de Cornell, claro, que para eso es “el hombre que es más que un hombre”). Mencionar además que los familiares de los reyes, y por extensión todos los nobles de la ciudad, no tienen permitido abandonar su seguridad hasta que alcanzan los quince años de edad (y los motivos son muy largos, así que en esta ocasión me voy a ahorrar un spoiler que resultaría demasiado extenso).
El segundo problema es que Silenia debe mantener en secreto la existencia de los Prados de las Fuentes Cristalinas, y no puede confesarle a su hermano mellizo que necesita ir a Mitrali Güae. Porque si revela su secreto, la puerta se cerrará para ella, y jamás volverá a ver al unicornio. Ni seguirá siendo el Korceler.

Bien, ahora sabéis un poco más. Ya podemos empezar con la historia.

(Y, por cierto, todavía amo y creo, a pesar de todo lo que se ha roto a mi alrededor)

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© Bea Magaña. (Reservados todos los derechos)

Imposible escaparse (I)

"Los Dragones Plateados vivían en Mitrali Güae, fuera de las murallas de Räel Polita. Eran unas criaturas mágicas que se alimentaban de nieve y que extraían la plata del Estanque, y el rey encargado de velar por ellos y protegerlos era el rechoncho y afable Gidean. Esto era todo lo que Silenia sabía de ellos. La princesa no tendría ocasión de verlos hasta que cumpliera quince años, edad en la que se le permitiría por fin atravesar cualquiera de las puertas de la ciudad para salir al exterior, siempre que fuera acompañada por sus Paladim, pues para entonces ya debería haber elegido al menos uno. La Dama de la Fuente le había dicho que volverían a encontrarse dentro de trece lunas, y Silenia se preguntaba si Ariiama esperaba que para entonces la princesa hubiera cumplido su encargo.
     Seguramente sí. ¿Por qué la habría citado, de no ser así? La Sirena no parecía comprender que una niña de diez años no tenía libertad para hacer ciertas cosas. Le había encomendado una difícil misión, y Silenia se sentía impotente, y no podía pedir ayuda a nadie.
(…)
    Cumplió once años y entró en la recta final de su edad infantil. Pronto dejaría de tener tiempo para jugar y ocuparían sus días otras obligaciones que no tenían ningún interés para ella. Quería ser un soldado, no una doncella esperando a que apareciera el que sería su esposo algún día. La separarían de Eugene. Dejaría de frecuentar el Laberinto, y apenas tendría oportunidades para ver a May-tê-addi y a Ariiama. A menudo sentía deseos de llorar, pues aborrecía el futuro que les esperaba a todas las princesas. Y a pesar de que era muy joven, sufría mucho. Una parte de sí había dejado la niñez atrás hacía tiempo, maduraba deprisa y pensaba como una adulta. Y lo que deseaba su parte adulta era seguir conservando los privilegios de la niñez, que la habían llevado a conocer un mundo fantástico que nadie más había descubierto. Por otro lado, su yo más infantil era consciente de sus limitaciones, y quería rebelarse. ¡Once años, tantas prohibiciones!
   Räel Polita debía de ser la ciudad más segura de todo Thèramon. Rodeada por altas murallas que a su vez estaban bordeadas por un ancho foso, vigilada por soldados día y noche, cerrada por cuatro puertas protegidas por dentro y por fuera, inexpugnable. Imposible salir sin ser vista. Imposible salir fuera como fuese.
    Silenia no tenía Protectores, era muy joven aún para elegirlos. El aya la acompañaba siempre que quería salir del castillo, y sus dos Paladim las seguían a donde fueran. Estos hombres eran soldados de Räel Polita que cumplían dos funciones. Silenia no comprendía del todo la importancia de su misión, pero desde hacía un año había empezado a bordar la primera Insignia que un día entregaría a un soldado que ella elegiría; éste se convertiría en su Protector y ya no la abandonaría jamás. Y cuando llegara el momento en el que pudiera salir de la ciudad, su Paladim la acompañaría para cuidarla, vigilarla y protegerla de cualquier peligro.
    Silenia no lo habría tenido más fácil aunque hubiera contado con la protección de su propio Paladim. Éste no podía desobedecer la Ley; no habría podido ayudarla a salir antes de la edad permitida.
    No podría salir por las puertas de la ciudad.
    Se le ocurrió que podía descender por la muralla; era buena escalando paredes, y en la noche nadie la descubriría a pesar de las antorchas que iluminaban el exterior desde lo alto del camino de ronda. La altura era considerable hasta para un adulto, pero podría conseguirlo si se armaba de paciencia y de coraje. Buscó la manera de llevar a cabo su plan. Nada de puertas, descendería por los muros como una araña.
    Asomada desde el parapeto descubrió el primer problema.
   La muralla estaba hecha de piedra, enormes bloques unos sobre otros, como las murallas interiores y la mayoría de las construcciones de Räel Polita, incluidos los castillos. Desde el Corredor no parecía difícil practicar la escalada. La princesa ignoraba que desde el exterior la muralla brillaba como un espejo bruñido. La cara externa de la muralla estaba forrada de plata, grandes planchas de la más pura plata soldadas como una armadura a lo largo de la pared, kilómetros y kilómetros de gruesas láminas de plata fundidas sobre la piedra que no dejaban ninguna hendidura en la que apoyar los pies o las manos. Únicamente una auténtica araña podría trepar por tan lisa superficie. Silenia no era una araña, y tuvo que renunciar a su plan a pesar de que en un principio le había parecido un plan estupendo.
    Pero la idea no era mala. Y, además, no tenía muchas más opciones: o se descolgaba por el muro, o lo olvidaba todo.
    Descartó la imagen de una araña trepadora y pensó en una serpiente, y esbozó una sonrisa. Lo había leído en algún libro, en las historias que hablaban de los pueblos del sur, donde existían hombres que podían convertir a las serpientes en cuerdas. El truco consistía en tocar una especie de flauta mágica que hacía dormir a las serpientes; éstas salían de sus cestas al oir la música que las hipnotizaba y se quedaban tiesas delante de su dueño; el hombre finalizaba su número trepando hacia el cielo usando a la serpiente dormida como si de una cuerda se tratara. Silenia no sabía encantar serpientes, ni tampoco dónde encontrar alguna, pero podía descolgar una escala desde lo alto de la muralla y descender por ella. Para regresar al castillo sólo tenía que volver a trepar por la escala. Era una idea estupenda.
    Salvo que no lo era, comprobó más tarde, mientras recorría el Corredor en busca de un lugar en el que sujetar la escala. La Guardia recorría el camino de ronda día y noche, y una cuerda atada a una de las almenas sería descubierta tarde o temprano por algún soldado, quien no tardaría en dar la alarma. Y Silenia no podía permitirse un alboroto semejante.
    Tampoco las serpientes, pensó desalentada.
    ¡Debía haber algún modo!
    Lo peor lo descubrió gracias a Eugene, y esto terminó por echar abajo su arriesgado plan de una vez por todas. Era definitivamente imposible. No podría salir.
    El foso de aguas oscuras que rodeaba la ciudad era ancho, pero Silenia pensaba que incluso una niña pequeña podría cruzarlo a nado; llegaría al otro lado empapada y cansada, pero se podía conseguir. El agua lamía la pared de piedra y plata y no la corroía, y sin duda era profunda, o eso parecía delatar su oscuridad. Si no podía descolgarse, bien podía arrojarse al foso y nadar hasta la orilla. El problema era volver a subir después.
    Ése no era el único problema.
    Eugene se asomó desde el parapeto lleno de curiosidad, con la esperanza de averiguar qué era lo que llamaba la atención de su hermana, pero se cansó de imaginar una explicación y por fin se interesó por sus pensamientos. Silenia, un tanto distraída, señaló las negras aguas con una mano. Eugene asintió.
    —Vivimos en la ciudad más segura de Thèramon —dijo con una mezcla de orgullo y de consternación—. Nadie puede atacarnos, la muralla se diseñó con ese fin. Forrada de plata para que nadie pueda escalar por ella, protegida día y noche por soldados que recorren este Corredor, iluminada con antorchas que van de una torre a otra, una antorcha cada cincuenta metros para descubrir cualquier intento de invasión, y rodeada por un foso que nadie podría cruzar a nado sin acabar muriendo de una forma horrible.
    Silenia le miró. Las aguas eran oscuras y parecían tranquilas. No rezumaban un olor extraño, como de ácido, no llegaban a corroer la plata del muro, ni tenían el color verde sucio de la ponzoña. Nada se movía en ellas. No existían corrientes ni remolinos. No entendía a qué se refería Eugene, cuál era el problema.
    —Los peces comedores de carne —dijo el muchacho con tranquilidad—. Si alguien cayera al foso, no llegaría a alcanzar nunca la orilla.
    Silenia sintió que se le caía el mundo encima. También sintió que se le ponía toda la piel de gallina. ¡Peces comedores de carne! Jamás había oído nada tan horrible.
    —De todos modos —prosiguió Eugene, con el ceño fruncido—, no entiendo por qué alguien querría lanzarse al foso, si no hay modo de llegar a la ciudad desde el agua. ¿Has visto los puentes levadizos? Hay más de un metro desde la superficie del agua hasta cualquiera de ellos.
    Silenia movió la cabeza. Su impotencia crecía. Räel Polita era en verdad la ciudad más segura del mundo.
    Y con motivos, desde luego, pues guardaba en su interior a la criatura más poderosa y vulnerable de Thèramon.
    La criatura a la que ella debía proteger, pues ése era su destino. El destino de un Korceler."

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Por Susana © Registrado por Bea Magaña

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