viernes, 14 de marzo de 2014

Presentándote a los Olaf Ubbimen


EL OSO Y EL DRAGÓN (II)
(c) Bea Magaña (Reservados todos los derechos)



Los Hijos de los Búfalos, como se llamaban a sí mismos, vivían en las llanuras de Adaven, en el sur de Xaina Dalnu, repartidos en dos docenas de aldeas que Brend visitaba con frecuencia a lo largo del año. Dos días enteros de viaje a pie separaban cada aldea de la siguiente, y era corriente que primos y primas llegaran de visita y se quedaran varias semanas, participando juntos en pequeñas cacerías durante el día y celebrando fiestas durante la noche. Brend era muy querido por sus familiares, y pasaba largas temporadas fuera del hogar de sus padres, aunque siempre estaba de vuelta para la temporada del Búfalo Gris.
Siempre era invierno en el País de la Nieve, pero existían distintas estaciones, que se diferenciaban entre sí por la intensidad del frío y de las nevadas y de la luz diurna, y por la fauna. La caza del Búfalo Gris era el acontecimiento más importante de la primavera, estación en la que muchos animales llegaban del norte y del este y se reunían en los límites del Desierto de Hielo, donde la nieve parecía retirarse y se podían encontrar multitud de parajes cubiertos de agua y de verde. También en la primavera despertaban de su hibernación los grandes Osos Negros, aunque se decía que no quedaban muchos y que era muy difícil encontrarse con alguno.
A los catorce años, el joven Brend se había visto las caras con un viejo Oso Negro, y había vivido para contarlo.
Era costumbre que los muchachos participaran en su primera cacería al cumplir los catorce años, acompañando a sus mayores, y demostraran su valor matando o ayudando a matar al gran búfalo, lo que les convertiría en hombres y en auténticos cazadores. El día que Brend se inició en la caza, todos se sintieron muy decepcionados de él.
Los cazadores regresaron a la aldea portando un magnífico ejemplar de Búfalo Gris, los rostros cansados y alegres; tres hombres habían resultado heridos y dos muchachos habían conseguido cubrirse de gloria. Brend no estaba entre ellos. El hijo del valeroso Bärn había desaparecido antes de que llegaran al claro donde se encontraban los búfalos, y no había regresado a la aldea. La preocupación y la vergüenza lucharon en el interior de Bärn, y al final ganó la vergüenza. A los ojos de todos los cazadores, Brend había resultado ser un cobarde, y esto había disgustado y apenado mucho al hombre. No quiso mirarle a la cara cuando le vio llegar mucho después, cargando sobre los hombros un animalejo no mayor que una oveja y con aspecto fatigado. Brend sólo había logrado matar a un desmán gigante, y esto le valió miradas de reproche y de burla que, no obstante, duraron solamente unos minutos.
—¿Tanto esfuerzo le ha costado cazar una rata? —se mofó alguien a la izquierda del muchacho.
Las risas de los niños no acobardaron a Brend. Depositó su captura a los pies de su padre y se arrodilló ante él, esperando su reconocimiento. El gran cazador miró la pieza con ira y tristeza y le dio la espalda a su hijo.
Al ver la reacción del Thain, los tíos y los primos de Brend le dieron también la espalda.
En silencio, todos los cazadores le dieron la espalda.
Entre murmullos de reprobación, los ancianos le dieron la espalda.
Sus hermanos mayores, avergonzados, le dieron la espalda.
Su madre, con lágrimas de pena y de vergüenza brillándole en los ojos, apartó el rostro.
Su hermano Barom, que tenía dieciséis años y había conseguido grandes honores al clavar su lanza en el costado de un búfalo en su primera cacería, le miró con ojos centelleantes y le susurró con desprecio:
—Eres un cobarde, Brend. Has abandonado a los tuyos y te atreves a volver trayendo una rata como disculpa, deshonrándonos a todos. Habrías hecho mejor en no regresar a la aldea. Me avergüenzo de ser hermano tuyo.
Y también le dio la espalda.
A la luz de la hoguera, los ojos de Brend brillaron de lágrimas y su frente de sudor. A su alrededor todo eran espaldas y silencio. Brend sabía bien qué significaba aquello: su aldea le rechazaba, le expulsaba. No obstante, a pesar de que le subía la fiebre y empezaba a perder el conocimiento, se mantuvo en su postura, espalda recta y frente muy alta. No era ningún cobarde. Había vuelto porque estaba en su derecho, y no iba a marcharse en silencio con la cabeza gacha y el honor hecho pedazos.
Cazar animales pequeños no constituía una deshonra, y el desmán que había traído era en realidad un ejemplar de gran tamaño, y su carne era apreciada. Pero nadie le perdonaría que hubiera desaparecido, demostrando tan descaradamente su miedo en su primera cacería.
La figura vuelta de su padre se tornó borrosa, pues se le nublaba la vista. Un segundo después se desplomó junto a su pieza y nadie se acercó para asistirle. Había dejado de ser alguien en la aldea; había dejado de existir para los suyos.
Pero la verdad era que Brend no había temido la caza, como todos pensaron. Aunque había pasado mucho miedo ese día. Y no había huido ni se había escondido, aunque más tarde no sería capaz de explicar cómo había llegado a separarse del grupo. Los había seguido todo el camino, emocionado y deseoso de demostrar su valía, acompañando a sus primos en una canción de caza para propiciar la buena suerte y el éxito, el carcaj lleno de flechas rebotando contra su espalda y la lanza firmemente sujeta en su mano izquierda. Los adultos marchaban en cabeza y los más jóvenes detrás. Las canciones habían cesado. Tres oteadores se habían adelantado. El viento que soplaba desde el desierto era gélido y dañaba los ojos del muchacho. Habían reanudado la marcha, y él se había situado a la izquierda, detrás del grupo que encabezaba su padre.
Había resbalado. Sin que los demás se percataran, ya que estaban demasiado ocupados avanzando y tomando posiciones, Brend se había hundido un metro en la nieve y no se había atrevido a gritar para llamar la atención del grupo, pues le habían enseñado que el silencio y el sigilo eran las mejores armas de un buen cazador. Al forcejear para tratar de salir a la superficie se había hundido más, y había perdido de vista a los suyos. Por fin se había visto arrastrado hacia abajo, se había deslizado en silencio con los ojos desorbitados y la boca demasiado llena de nieve para gritar. La caza había comenzado y nadie se había acordado del muchacho. Éste había rodado por una pendiente poco pronunciada y la nieve se lo había tragado.
Claro que nadie creería su historia, pues los cazadores del ala izquierda del grupo habían pasado antes por allí y ninguno se había hundido; y todos eran más grandes y pesados que él. Pero así había sucedido, y así fue como lo relató cuando le dieron la oportunidad de hablar.
Belamí tenía sólo cinco años y adoraba a su hermano Brend. Escondida detrás de las piernas de su madre, observó la reacción de todo el pueblo y no la comprendió: Brend había cazado algo, después de todo, y a nadie parecía importarle eso. Cuando le vio desplomarse con los ojos cerrados y una mueca de dolor en el rostro, corrió a su lado y se arrodilló junto a él. Le llamó con su vocecita de niña, pero su hermano no abrió los ojos. Bärn se giró y trató de apartarla. La pequeña se aferró a las ropas de su hermano y protestó a gritos.
—Vuelve al lado de tu madre —ordenó Bärn, y miró con pena a su hijo, aunque su voz sonó firme y autoritaria.
Belamí vio la sangre antes que nadie.
—Tu hermano ha deshonrado a este pueblo —dijo Bärn con tristeza—, y a todos los Olaf Ubbimen. No debes sentir compasión por él.
—Pero Brend está herido —sollozó la niña, y apartó las pieles que cubrían el torso de su hermano antes de que su madre consiguiera levantarla en brazos para llevársela.
—¿Una rata ha herido a Brend? —susurró alguien a su derecha con tono despectivo.
Hubo algunas risas.
Pero Naolah ya había visto las heridas de su hijo, y se arrodilló a su lado.
La caída le había atontado. Había sacudido la cabeza para despejársela y había mirado a su alrededor. Tenía la sensación de que la tierra se había abierto bajo sus pies y se lo había tragado, y pensó que había llegado al tenebroso inframundo antes de comprender que se hallaba en el interior de una cueva de grandes dimensiones. Desde una abertura en el techo, la misma por la que él había caído, entraba una luz mortecina. Quedaba a demasiada altura, no tenía modo de alcanzar el exterior desde el suelo. Había perdido su lanza y la mayoría de sus flechas. Y había perdido a su grupo. Mareado y dolorido, se había puesto en pie y había buscado una salida. No tenía idea de dónde estaba.
Naolah habló desde el suelo, la cabeza alzada hacia su esposo, quien se negaba a mirarla. Su voz sonó a ruego, pero firme.
—Eres un bravo cazador y un líder justo, y siempre has sido un buen padre. No le des la espalda a tu hijo ahora, Bärn, mira primero sus heridas. Mi pueblo, los Grosso Mennaro, sin ser cazadores reconocerían inmediatamente estas huellas que nuestro hijo tiene en su pecho. Solamente un oso dejaría estas marcas.
Todos se acercaron para mirar.
—Un oso muy grande —asintió Bärn, después de estudiar las heridas del muchacho. Y había orgullo en su voz.
Al oir la afirmación del Thain, todos los habitantes de la aldea, que se hallaban congregados en aquel lugar, suspiraron y emitieron exclamaciones de alivio y de satisfacción. Cuatro cazadores se apresuraron a levantar al muchacho para llevarlo a un lugar caliente y seco. Belamí no se separó del cuerpo inconsciente de su hermano hasta que éste se recuperó.
Brend fue curado y muy bien cuidado esa noche y las siguientes, y su padre no le molestó con preguntas mientras le duró la fiebre. Tres días después, aún acostado y arropado con pieles hasta la barbilla, fue capaz de explicarles lo que recordaba de su aventura.
Se había topado con el oso junto a la entrada de la cueva, si eso era aquel lugar; no le dio vergüenza confesar que se había quedado paralizado delante del animal. Era un Oso Negro enorme y viejo, y vio a Brend enseguida. Muy pocos habían visto a uno tan de cerca, pero todos sabían que los Osos Negros eran asesinos y comedores de hombres. Incluso un adulto fornido y valeroso como su padre habría temblado ante aquél. Brend no había sabido qué hacer, su cuchillo no habría llegado a traspasar el espeso pelaje del oso, ni siquiera habría podido acercarse tanto como para intentar clavárselo. No se acordó del arco que llevaba a la espalda. El animal gruñó y arremetió contra él. Brend había echado a correr, y tampoco trató de ocultárselo a su padre. Pero el oso había sido más rápido y le había lanzado un zarpazo. El dolor había sido instantáneo e intenso. Brend se había encomendado a los dioses.
El oso había despertado hambriento y atacó al muchacho con furia. Herido en el pecho y en los brazos, Brend había sacado su cuchillo dispuesto a morir como un valiente. El cuchillo había cortado el aire delante de la cara del oso. El animal había rugido. De algún modo, el muchacho había conseguido herirle cerca del hocico. Enfurecido, el oso se había puesto a dos patas y le había dado otro zarpazo. Brend había caído al suelo sin sentido, y en su cabeza habían sonado un centenar de campanas celestiales dándole la bienvenida al Jardín Encantado de los Dioses.
Mucho más tarde había abierto los ojos. El oso había desaparecido, y también las campanas que había escuchado, si acaso habían existido fuera de su cabeza. Enfebrecido y sintiéndose muy débil, había abandonado la guarida del Oso Negro y había buscado a los suyos. Había anochecido, pero aún pudo ver al desmán escarbando con su hocico trompetudo entre la nieve. Recordando el rostro de su padre, Brend le había disparado una única flecha certera. La luna había salido, y le ayudó a orientarse. Arrastrar al desmán le había costado un terrible esfuerzo, pero había llegado a la aldea y se lo había cargado a los hombros para aparecer ante su padre como un cazador, no como una vieja debilitada trasportando un pesado fardo.
Desde esa noche, nadie volvió a burlarse de él y de su primera captura. Los más pequeños le llamaban a menudo Brendoso el Negro. Desde entonces, la zarpa del oso se mantuvo visible en su pecho, una huella cicatrizada que decía a cualquiera que la mirase que Brend era un valeroso cazador, y por ello todos le respetaban y le querían tanto como a su padre, el gran Thain.
Cuando se recuperó de sus heridas y pudo por fin levantarse, Bärn le llevó a la cabaña de Malúak y le dijo que se sentía muy orgulloso de él. Naolah le besó en la frente y le susurró que no debía tener miedo. Se había comportado como un verdadero hombre en la caza; Malúak le enseñaría algo que todos los cazadores juntos no habrían podido ayudarle a aprender. Entró en la cabaña de la mujer después de recibir las bendiciones de sus padres. Malúak le sonrió.
Todos los niños soñaban con la cabaña de Malúak y esperaban anhelantes el momento de entrar y quedarse a solas con ella. Era una mujer hermosa de treinta años a la que todos en la aldea conocían y apreciaban. Ella era la Knupsmasse, la Desfloradora, la encargada de enseñar a los muchachos a ser hombres en su primera vez. Brend había fantaseado con aquella ocasión varias veces, pero cuando por fin estuvo frente a ella le temblaron las rodillas. Malúak le habló, y él olvidó su temor; ella le ofreció un bebedizo y el muchacho perdió su nerviosismo.
Así fue como, tres semanas después de haber sobrevivido a su encuentro con el Oso Negro, Brend se convirtió en un hombre, y pensó que no podría olvidar a Malúak jamás.
Pero la olvidó, porque la caza y la aventura ocuparon todo su tiempo y sus pensamientos. Pasaron los años, y Brend no volvió a preocuparse por las mujeres, hasta que un día conoció a Namoi y miró por primera vez con sus ojos de hombre, y avanzó en pos de su destino.
En pos de su destino, sin correr, sin detenerse, avanzaba ahora, y recordaba el pasado, y se preguntaba si en cualquier momento escucharía la voz del viento susurrarle al oído al pasar junto a él de viaje hacia el Mar del Último Día.
Rush gruñó y Brend sacudió la cabeza. El sueño y el cansancio le estaban venciendo. Se destapó la cara y el viento gélido le hirió, pero también le despejó. No podía quedar mucho. Lo deseó con todo su corazón.

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Por Susana © Registrado por Bea Magaña

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